Mi fiesta de cumple

Las fechas de cumpleaños son como citas pactadas involuntariamente. Como puntos de referencia en el tiempo a donde siempre, sin querer, vamos. Una excusa. Como las bancas en el parque del barrio, donde todxs confluimos y donde de pronto nos encontramos.

El 19 de marzo del año pasado fue un jueves. Ese día cumplí 30. Un par de semanas antes venía organizando los detalles para la que sería la celebración de ese cumpleaños. La lista de invitadxs ya tenía más o menos veinte personas; Astro y Juan me ayudarían con la comida, Pamela se quedaría conmigo esa noche y, por fin, teníamos el aval de Santiago, mi roomate, para montar el desorden.

Llevaba ya más de un año viviendo en ese apartamento, pero jamás habíamos hecho ahí una fiesta. Esa semana, además, coincidía con la semana de receso universitaria y aunque estaba colgado con entregas pendientes, iba a dejar todo a un lado para la que sería la celebración de mis treinta años la noche del viernes 20, en mi casa, con mis amigos.

O eso creía yo.




La noche del 17, Claudia López anunció el ‘Simulacro vital’, según el cual se decretaba que desde las 11:59 p.m. del jueves 19 hasta las 11:59 p.m. del lunes 22, el confinamiento en Bogotá era obligatorio. Y así fue.

En esos cuatro días se realizó el que quizás haya sido el confinamiento masivo más efectivo en la ciudad. La gente se guardó, y mis planes de fiesta, se cancelaron.

La noche del 19, Pamela me llegó con una torta. Ella se fue esa misma noche y la mañana siguiente llegó el encierro.





















Con casi nueve meses de medidas de confinamiento y distanciamiento físico encima, se me ocurrió que mi fiesta de cumple aún podía suceder. Quizá no iba a ser esa fiesta, pero sí una fiesta. Por fin podría dejar entrar gente a mi casa. Podría pasar la noche bailando con ellxs. Nos reuniríamos en torno a la música y a sabernos juntxs celebrando, todxs al tiempo.

Usaría el dispositivo que ya había utilizado para dejar entrar gente a mi cuarto a través de una cámara, unas luces e internet, para invitarles a reunirnos a parchar en mi sala. Si ya lxs había invitado a pasar al espacio más íntimo —mi cuarto—, por qué no invitarles a pasar al espacio social —la sala—.

Decidí entonces que la fiesta sucedería el 18 de diciembre, y para ello, volví a hacer planes e hice otra invitación.

Haciendo los prepartivos me di cuenta de que no iba a invitar a la gente a mi sala. Era ese espacio el que iba a usar, pero no era a mi sala —como cualquier otro día— a la que iban a llegar. Necesitaba adecuar el sitio para recibirlxs a pasar la noche; puse música, luces de colores y una bola disco.



































































Como en cualquier evento, también hubo complicaciones y hasta casi las 10 fue que el sistema por fin funcionó. Pamela me escuchó desde su casa y esa fue la señal; escuchaban lo mismo que yo. Ya era hora de empezar. Entonces le di play a la música y se prendió esa vaina.

Yo empecé a bailar desde el principio. Con poca o mucha gente, ya todo era muy emotivo (si me hubieran invitado a mí, probablemente no hubiera llegado en punto). A medida que lxs fui sintiendo entrar y parchar conmigo, sentía cómo su presencia en el espacio me acompañaba al ritmo de la música. Cómo me daban energía para moverme. Cómo me alentaban a seguir. Cómo las luces bailaban conmigo.

No sabía quién estaba ahí. Sólo sentía el espacio; las luces, la música, el movimiento. La gente en esas luces. Era una atmósfera muy festiva.

Y así bailé, bailé y bailé.


Salté, canté.
Regué la Cola & Pola.
Le hice twerk a una lámpara, al sofá.
Me acompasé.
Sudé.
Bailé con mucha gente y bailé solo.
Bailé para alguien y bailé para mí.
Hice show.
Di vueltas, bailé rápido y bailé lento.
Bailé a oscuras y bailé con los ojos cerrados.




























Bailé y bailé.
Celebré.
Me sentí dichoso,
y también me cansé.

‘Mi fiesta de cumple’ era eso: una fiesta. Un performance y un ritual. Un espacio de encuentro sincrónico en torno a la música, a distancia. Una forma de calentar la señal.

Después de cuatro horas de baile, tumbado en el sofá, con el cuerpo desvencijado y el alma plena, tuve una revelación: la fiesta tiene unos tiempos y unos ritmos, una cadencia. Se necesitan varios cuerpos para que la energía se rote. La fiesta tiene un cierto guión. Un arco dramático, mejor. En otras fiestas, hay otros ritmos; la gente va a la cocina por agua, se sienta a hablar mientras se toma unos tragos o se fuma un porro, va a la ventana y se fuma un cigarrillo. Todas las fiestas tendrán sus peculiaridades. Pero todas tienen una cadencia, un arco dramático y la energía va rotando entre espacios, cuerpos e intensidades como instrumentos en una canción o relevos en una maratón.

Mi fiesta era una fiesta con unas condiciones muy particulares. Aunque casi siempre fuimos varixs participantes, era en un sólo espacio y el foco estaba puesto todo el tiempo sobre mi cuerpo. El alma de la fiesta tenía que ser yo. Ellxs podían entrar y salir. Pero cuando yo lo hiciera, la fiesta también lo haría.

Alrededor de las dos de la mañana, empecé a embarcarme hacia el final de la fiesta. Tarde o temprano iba a acabar. Todavía con la música a tope, puse unos temas para cantar.

Justo antes de apagar, tomé el celular para parar todo y ahí vi una notificación de WhatsApp. Era Ingrid que desde CDMX se había quedado conmigo hasta el final; a las 2:17 de la madrugada. 

Estando ahí solamente con Ingrid y escuchando ‘Que te vaya bonito’ de Chavela Vargas, me desconecté.
































Como una botella al mar
Acompáñame a estar solo

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