Acompáñame a estar solo
A comienzos de mayo de 2020, mientras seguía la rutina de las mañanas en cuarentena y terminaba de hacer mi desayuno, me dio por escuchar una charla dirigida a estudiantes de los Andes. Era como cualquier otro podcast de esos días; se introdujo el tema, hubo saludos protocolarios, se hicieron recomendaciones a lxs oyentes, etc. La cuestión fue que en ese saludo cualquiera, a Alejandro Gaviria se le escapó un lamento:
“... es que uno ya no se puede encontrar con nadie”.
Y fue ahí que de repente, todavía con media fresa cortada en la mano, estando de pie en esa cocina, sentí con todo el cuerpo una certeza que hasta entonces ni en esa cocina, ni en mi cuarto, ni en el baño, ni en la sala, ni en ningún otro espacio del encierro había sentido en ese par de meses; ya unx no se podía encontrar a nadie. ‘Ahora’, todo era premeditado; todo encuentro tenía que ser premeditado, citado y agendado en el calendario. Ya no me iba a encontrar por casualidad con personas en la universidad, ni en la calle, ni en el taller, ni en ningún lado. Sentí, entre otras cosas, que ya ni siquiera podía conocer a alguien por accidente, sin mi consentimiento.
Ese día entendí el distanciamiento social.
A comienzos de diciembre, ya con casi nueve meses de distanciamiento físico encima (debajo, alrededor, dentro), decidí abrirle una ventana nueva a mi habitación; en un laboratorio virtual al que me inscribí desarrollamos,
junto a Juan Camilo González y Lina Orejuela, un dispositivo que me permitió dejar una ventana —más bien una puerta; porque a través de la ventana puedo ver, pero a través de la puerta puedo entrar— abierta para quien quisiera pasar a mi cuarto.
En concreto, era una interfaz telemática de comunicación y presencia a distancia
a la que se podía acceder por una página de internet; un dispositivo que integraba un video de circuito cerrado de televisión que registraba mi habitación (24/7) y a través del cual se podían encender las lámparas dentro de ese espacio en tiempo real y a distancia.
Al comienzo la interfaz era accesible solamente para las personas que estaban conmigo en el laboratorio. Ya luego, empezamos a compartirlo con personas cercanas.
Uno de los primeros días, mientras todavía estaba habituándome al dispositivo, entré a mi habitación para ponerme la pijama. Cerré la puerta, saqué la ropa del clóset y, cuando estaba quitándome la camiseta, una de las lámparas se prendió.
Ahí supe que no estaba solo, que alguien había entrado y que estaba ahí conmigo.
Me puse nervioso. Tuve que evaluar rápidamente si quería o no seguir. Definir mis límites y los del dispositivo. Después de todo me habían hecho evidente su presencia, aun cuando pudieron haber seguido viendo sin que yo lo notara.
Quise entender lo que estaba pasando. Dar una premisa adicional para explorar el tipo de relación que estábamos configurando; habitar esa tensión. Normalmente, cuando se entra a una página de internet cualquiera, unx no se siente interpelado éticamente… clic, clic, clic “va y viene” (aunque sólo va), y no pasa nada.
Sabiéndome todavía dentro del plano de la cámara proseguí a quitarme el pantalón con una mano y con la otra, apagué la luz (la del techo, que era la única que no estaba conectada a internet). Si me iban a ver, tenía que ser por una acción deliberada de su parte. Yo podía oscurecer el cuarto, pero la persona que estuviera ahí podía iluminarlo de nuevo.
Ahí íbamos entendiendo que “la joda” era real. Que era mi espacio. Que estaban entrando a mi cuarto y que yo estaba ahí, viviendo mi vida. Que al entrar, sus decisiones tenían consecuencias y eso los ponía en una tensión ética conmigo.
Tímidamente prendieron la luz de una de las lámparas y constataron que yo seguía ahí y que seguía cambiándome. Apagaron de nuevo. Me dejaron a oscuras unos segundos. De nuevo prendían la luz y rápidamente la apagaban.
Yo no sabía quién estaba ahí, pero sentía que estaban siendo cuidadosxs. Sentía que el dispositivo me revelaba algo sobre esa o esas personas; querían ver, pero también había un cuidado en su voyeurismo. Era como si no creyeran que eso estaba pasando. Como si quisieran verificar para luego darme mi espacio otra vez.
Cuando terminé de ponerme la pijama, prendí la luz.
Como volvía al estudio, entonces me despedí. Las luces parecieron despedirse cándidamente de vuelta.
Podían entrar en mi intimidad. Verla y afectarla. Afectarse conmigo. Darme una suerte de estímulos sobre los que no había mucho protocolo, ver lo que yo hacía y sobre eso se construía la interacción y la relación que teníamos. Fue así que bailamos, que intentamos ritmos frenéticos en una lámpara y otra, que entendí que no todo el mundo tenía la misma cadencia al manifestarse. Algunas personas entraron lento, algunas desesperadas por mi atención. Hubo quien me dio luz para leer.
Era un dispositivo desconocido y eso generaba un tipo de relación nueva en el que estábamos involucrándonos. Un tipo de relación que sólo a través de y en ese dispositivo podía emerger. Era un ejercicio desconocido para nosotrxs y en ese vacío de protocolos hubo un amplio espacio de exploración.
De forma análoga a como un nuevo tipo de mobilario puede inventar una forma de vivir (de sentarse, de tumbarse) el cuerpo, el dispositivo creaba una forma de habitar con él.
Con el paso del tiempo fue evidente que el grupo de personas que entraban a mi cuarto se iba reduciendo y que algunas personas se hacían visitantes recurrentes.
Fue en ese contexto que conocí a Zohet Morales, estudiante de arte de la Universidad de Zulia, en Venezuela. Ella estaba haciendo una investigación sobre arte digital e inmersivo y, después de entrar varias veces a mi cuarto, le pidió mi contacto a Jeanniffer, su tutora y una de mis compañeras del laboratorio.
A partir de una primera conversación que tuvimos sobre el dispositivo, su trabajo y el mío, entablamos una relación de amistad que iba y venía entre el contacto casi a diario a través de las lámparas y una que otra vez por Whatsapp.
Sin que yo lo supiera, ella y yo sostuvimos una relación estrictamente a través de las lámparas y de la interfaz de la página por unos días. Se puede decir que nos íbamos conociendo antes de hablar; parchábamos antes de ‘comunicarnos’.
Por la curiosidad, y para seguir con su investigación, Zohet me visitaba casi a diario y llegó el momento en que me acostumbré a su presencia. Sabía cuál era su forma de entrar, de ‘saludar’ y de ‘despedirse’. De llamarme sospechando que estaba en el estudio.
Hasta que un día dejó de entrar.
Como no hablábamos por Whatsapp tan seguido, ni teníamos un trato que me dijera que ella iba a seguir entrando todos los días, opté por no buscarla de otro modo. Sin embargo, ya estaba tan habituado a sentirla entrar en mi cuarto que al cabo de unos días, ya la extrañaba.
Antes de instalar el dispositivo no me sentía solo estando en la privacidad de mi cuarto.
No sentir visitas los primeros dos días se sintió como una prolongación del silencio previo a la siguiente visita, ya luego como mera ausencia. En el momento en que dejó de entrar en mi cuarto a través de las lámparas, desapareció.
El dispositivo y el uso que le dimos, creó un hábito en mí. Codificó mi relación con el espacio y el tiempo en mi habitación. Configuró mi cuerpo y mi deseo. Y por supuesto, creó la presencia de Zohet. Ni siquiera estaba seguro de que todas las veces fuera ella, pero eso creía.
Los dispositivos crean las necesidades y no es necesariamente al revés; antes de la comunicación instantánea de WhatsApp a la gente le bastaba con un mensaje de texto, una llamada al día, a la semana, y ni se diga antes de internet. Ahora que podemos comunicarnos permanentemente, necesitamos comunicarnos permanentemente.
Al cabo de unos días volvió. Fue una sorpresa tremenda, un alivio, una dicha. Resulta que tenía problemas con el suministro de electricidad y de conexión, pero sobre todo, tenía cosas que hacer.
*
Esto es apenas un relato sobre lo que pasó. Del dispositivo que ya fue. De los encuentros que se dieron y de los que no, del tiempo de espera y de ese momento de la cuarentena que ya pasó. Esa experiencia fue la obra y ya sucedió.
Como no tenemos el tiempo ni la tranquilidad para encontrarnos todxs todo el tiempo, los encuentros se vuelven anhelos. Dejar espacio para la imaginación es también dejar espacio para el anhelo. Y es también una celebración de las personas y encuentros que, como ese y este momento, como yo, como la pieza, como todo, también se irá.
‘Acompáñame a estar solo' fue un ejercicio de imaginar encuentros posibles. Una invitación sostenida en el tiempo. Un homenaje a lo fortuito, a llenar la vida de la posibilidad del encuentro, como buscando una dimensión mágica en el reconocimiento con otrx.
Acompáñame a estar solo
A comienzos de mayo de 2020, mientras seguía la rutina de las mañanas en cuarentena y terminaba de hacer mi desayuno, me dio por escuchar una charla dirigida a estudiantes de los Andes. Era como cualquier otro podcast de esos días; se introdujo el tema, hubo saludos protocolarios, se hicieron recomendaciones a lxs oyentes, etc. La cuestión fue que en ese saludo cualquiera, a Alejandro Gaviria se le escapó un lamento: “... es que uno ya no se puede encontrar con nadie”.
Y fue ahí que de repente, todavía con media fresa cortada en la mano, estando de pie en esa cocina, sentí con todo el cuerpo una certeza que hasta entonces ni en esa cocina, ni en mi cuarto, ni en el baño, ni en la sala, ni en ningún otro espacio del encierro había sentido en ese par de meses; ya unx no se podía encontrar a nadie. ‘Ahora’, todo era premeditado; todo encuentro tenía que ser premeditado, citado y agendado en el calendario. Ya no me iba a encontrar por casualidad con personas en la universidad, ni en la calle, ni en el taller, ni en ningún lado. Sentí, entre otras cosas, que ya ni siquiera podía conocer a alguien por accidente, sin mi consentimiento.
Ese día entendí el distanciamiento social.
A comienzos de mayo de 2020, mientras seguía la rutina de las mañanas en cuarentena y terminaba de hacer mi desayuno, me dio por escuchar una charla dirigida a estudiantes de los Andes. Era como cualquier otro podcast de esos días; se introdujo el tema, hubo saludos protocolarios, se hicieron recomendaciones a lxs oyentes, etc. La cuestión fue que en ese saludo cualquiera, a Alejandro Gaviria se le escapó un lamento: “... es que uno ya no se puede encontrar con nadie”.
Y fue ahí que de repente, todavía con media fresa cortada en la mano, estando de pie en esa cocina, sentí con todo el cuerpo una certeza que hasta entonces ni en esa cocina, ni en mi cuarto, ni en el baño, ni en la sala, ni en ningún otro espacio del encierro había sentido en ese par de meses; ya unx no se podía encontrar a nadie. ‘Ahora’, todo era premeditado; todo encuentro tenía que ser premeditado, citado y agendado en el calendario. Ya no me iba a encontrar por casualidad con personas en la universidad, ni en la calle, ni en el taller, ni en ningún lado. Sentí, entre otras cosas, que ya ni siquiera podía conocer a alguien por accidente, sin mi consentimiento.
Ese día entendí el distanciamiento social.
A comienzos de diciembre, ya con casi nueve meses de distanciamiento físico encima (debajo, alrededor, dentro), decidí abrirle una ventana nueva a mi habitación; en un laboratorio virtual al que me inscribí desarrollamos,
junto a Juan Camilo González y Lina Orejuela, un dispositivo que me permitió dejar una ventana —más bien una puerta; porque a través de la ventana puedo ver, pero a través de la puerta puedo entrar— abierta para quien quisiera pasar a mi cuarto.
En concreto, era una interfaz telemática de comunicación y presencia a distancia
a la que se podía acceder por una página de internet; un dispositivo que integraba un video de circuito cerrado de televisión que registraba mi habitación (24/7) y a través del cual se podían encender las lámparas dentro de ese espacio en tiempo real y a distancia.
Al comienzo la interfaz era accesible solamente para las personas que estaban conmigo en el laboratorio. Ya luego, empezamos a compartirlo con personas cercanas.
Al comienzo la interfaz era accesible solamente para las personas que estaban conmigo en el laboratorio. Ya luego, empezamos a compartirlo con personas cercanas.
Uno de los primeros días, mientras todavía estaba habituándome al dispositivo, entré a mi habitación para ponerme la pijama. Cerré la puerta, saqué la ropa del clóset y, cuando estaba quitándome la camiseta, una de las lámparas se prendió.
Ahí supe que no estaba solo, que alguien había entrado y que estaba ahí conmigo.
Me puse nervioso. Tuve que evaluar rápidamente si quería o no seguir. Definir mis límites y los del dispositivo. Después de todo me habían hecho evidente su presencia, aun cuando pudieron haber seguido viendo sin que yo lo notara.
Quise entender lo que estaba pasando. Dar una premisa adicional para explorar el tipo de relación que estábamos configurando; habitar esa tensión. Normalmente, cuando se entra a una página de internet cualquiera, unx no se siente interpelado éticamente… clic, clic, clic “va y viene” (aunque sólo va), y no pasa nada.
Ahí supe que no estaba solo, que alguien había entrado y que estaba ahí conmigo.
Me puse nervioso. Tuve que evaluar rápidamente si quería o no seguir. Definir mis límites y los del dispositivo. Después de todo me habían hecho evidente su presencia, aun cuando pudieron haber seguido viendo sin que yo lo notara.
Quise entender lo que estaba pasando. Dar una premisa adicional para explorar el tipo de relación que estábamos configurando; habitar esa tensión. Normalmente, cuando se entra a una página de internet cualquiera, unx no se siente interpelado éticamente… clic, clic, clic “va y viene” (aunque sólo va), y no pasa nada.
Sabiéndome todavía dentro del plano de la cámara proseguí a quitarme el pantalón con una mano y con la otra, apagué la luz (la del techo, que era la única que no estaba conectada a internet). Si me iban a ver, tenía que ser por una acción deliberada de su parte. Yo podía oscurecer el cuarto, pero la persona que estuviera ahí podía iluminarlo de nuevo.
Ahí íbamos entendiendo que “la joda” era real. Que era mi espacio. Que estaban entrando a mi cuarto y que yo estaba ahí, viviendo mi vida. Que al entrar, sus decisiones tenían consecuencias y eso los ponía en una tensión ética conmigo.
Ahí íbamos entendiendo que “la joda” era real. Que era mi espacio. Que estaban entrando a mi cuarto y que yo estaba ahí, viviendo mi vida. Que al entrar, sus decisiones tenían consecuencias y eso los ponía en una tensión ética conmigo.
Tímidamente prendieron la luz de una de las lámparas y constataron que yo seguía ahí y que seguía cambiándome. Apagaron de nuevo. Me dejaron a oscuras unos segundos. De nuevo prendían la luz y rápidamente la apagaban.
Yo no sabía quién estaba ahí, pero sentía que estaban siendo cuidadosxs. Sentía que el dispositivo me revelaba algo sobre esa o esas personas; querían ver, pero también había un cuidado en su voyeurismo. Era como si no creyeran que eso estaba pasando. Como si quisieran verificar para luego darme mi espacio otra vez.
Cuando terminé de ponerme la pijama, prendí la luz.
Como volvía al estudio, entonces me despedí. Las luces parecieron despedirse cándidamente de vuelta.
Podían entrar en mi intimidad. Verla y afectarla. Afectarse conmigo. Darme una suerte de estímulos sobre los que no había mucho protocolo, ver lo que yo hacía y sobre eso se construía la interacción y la relación que teníamos. Fue así que bailamos, que intentamos ritmos frenéticos en una lámpara y otra, que entendí que no todo el mundo tenía la misma cadencia al manifestarse. Algunas personas entraron lento, algunas desesperadas por mi atención. Hubo quien me dio luz para leer.
Era un dispositivo desconocido y eso generaba un tipo de relación nueva en el que estábamos involucrándonos. Un tipo de relación que sólo a través de y en ese dispositivo podía emerger. Era un ejercicio desconocido para nosotrxs y en ese vacío de protocolos hubo un amplio espacio de exploración. De forma análoga a como un nuevo tipo de mobilario puede inventar una forma de vivir (de sentarse, de tumbarse) el cuerpo, el dispositivo creaba una forma de habitar con él.
Era un dispositivo desconocido y eso generaba un tipo de relación nueva en el que estábamos involucrándonos. Un tipo de relación que sólo a través de y en ese dispositivo podía emerger. Era un ejercicio desconocido para nosotrxs y en ese vacío de protocolos hubo un amplio espacio de exploración. De forma análoga a como un nuevo tipo de mobilario puede inventar una forma de vivir (de sentarse, de tumbarse) el cuerpo, el dispositivo creaba una forma de habitar con él.
Con el paso del tiempo fue evidente que el grupo de personas que entraban a mi cuarto se iba reduciendo y que algunas personas se hacían visitantes recurrentes.
Fue en ese contexto que conocí a Zohet Morales, estudiante de arte de la Universidad de Zulia, en Venezuela. Ella estaba haciendo una investigación sobre arte digital e inmersivo y, después de entrar varias veces a mi cuarto, le pidió mi contacto a Jeanniffer, su tutora y una de mis compañeras del laboratorio.
A partir de una primera conversación que tuvimos sobre el dispositivo, su trabajo y el mío, entablamos una relación de amistad que iba y venía entre el contacto casi a diario a través de las lámparas y una que otra vez por Whatsapp.
Sin que yo lo supiera, ella y yo sostuvimos una relación estrictamente a través de las lámparas y de la interfaz de la página por unos días. Se puede decir que nos íbamos conociendo antes de hablar; parchábamos antes de ‘comunicarnos’.
Por la curiosidad, y para seguir con su investigación, Zohet me visitaba casi a diario y llegó el momento en que me acostumbré a su presencia. Sabía cuál era su forma de entrar, de ‘saludar’ y de ‘despedirse’. De llamarme sospechando que estaba en el estudio.
Hasta que un día dejó de entrar.
Como no hablábamos por Whatsapp tan seguido, ni teníamos un trato que me dijera que ella iba a seguir entrando todos los días, opté por no buscarla de otro modo. Sin embargo, ya estaba tan habituado a sentirla entrar en mi cuarto que al cabo de unos días, ya la extrañaba.
Antes de instalar el dispositivo no me sentía solo estando en la privacidad de mi cuarto.
No sentir visitas los primeros dos días se sintió como una prolongación del silencio previo a la siguiente visita, ya luego como mera ausencia. En el momento en que dejó de entrar en mi cuarto a través de las lámparas, desapareció.
El dispositivo y el uso que le dimos, creó un hábito en mí. Codificó mi relación con el espacio y el tiempo en mi habitación. Configuró mi cuerpo y mi deseo. Y por supuesto, creó la presencia de Zohet. Ni siquiera estaba seguro de que todas las veces fuera ella, pero eso creía.
Los dispositivos crean las necesidades y no es necesariamente al revés; antes de la comunicación instantánea de WhatsApp a la gente le bastaba con un mensaje de texto, una llamada al día, a la semana, y ni se diga antes de internet. Ahora que podemos comunicarnos permanentemente, necesitamos comunicarnos permanentemente.
Al cabo de unos días volvió. Fue una sorpresa tremenda, un alivio, una dicha. Resulta que tenía problemas con el suministro de electricidad y de conexión, pero sobre todo, tenía cosas que hacer.
*
Esto es apenas un relato sobre lo que pasó. Del dispositivo que ya fue. De los encuentros que se dieron y de los que no, del tiempo de espera y de ese momento de la cuarentena que ya pasó. Esa experiencia fue la obra y ya sucedió.
Como no tenemos el tiempo ni la tranquilidad para encontrarnos todxs todo el tiempo, los encuentros se vuelven anhelos. Dejar espacio para la imaginación es también dejar espacio para el anhelo. Y es también una celebración de las personas y encuentros que, como ese y este momento, como yo, como la pieza, como todo, también se irá.
‘Acompáñame a estar solo' fue un ejercicio de imaginar encuentros posibles. Una invitación sostenida en el tiempo. Un homenaje a lo fortuito, a llenar la vida de la posibilidad del encuentro, como buscando una dimensión mágica en el reconocimiento con otrx.